Su sentido de lo dramático, su excelente dirección de actores (no la hubo mejor en toda la historia del cine), su fascinante manera de contar las historias, han sido factores que este genio del Arte del siglo pasado combinó a la perfección para explicitar una angustia derivada de las complejidades de la supervivencia en la sociedad occidental.

Desde mediados de la década de los 40, Ingmar Bergman ha venido realizando como media una película al año. Si la simple productividad fuese el único criterio para juzgar a un realizador, Bergman habría merecido la fama de que disfrutó. Sin embargo, su obra nunca mostró el menor interés por el éxito comercial, ningún deseo de llegar a un público más amplio. Cuando actores de Hollywood intervinieron en sus films –Elliot Gould en La carcoma (Beroringen, 1971) o David Carradine y James Whitmore en El huevo de la serpiente (Das schlangenei, 1977)– se han visto casi imperceptiblemente absorbidos en la cosmovisión bergmaniana. Es como si a través de toda su carrera hubiese realizado una sola película, profundamente personal y autobiográfica, una especie de diario lleno de sueños, deseos y frustraciones. Una labor de introspección como ésta, rara vez resulta accesible o entretenida para nadie, pero el mérito ha sido el de hacerla asequible a muchos espectadores no especialmente adictos al cine de autor.

Bergman nació el 14 de julio de 1918 en la ciudad universitaria sueca de Upsala, que habría de ejercer una gran influencia en toda su obra. Las campanas de la catedral de Upsala, los pesados muebles del piso de su abuela que, según el propio Bergman, “en mis fantasías hablaban unos con otros en inacabables susurros”, la persiana de la habitación de los niños que, cuando se bajaba, arrojaba amenazadoras sombras sobre la habitación (1), son todos recuerdos que continuaron reverberando en la mente de este maestro irrepetible. Por ejemplo, cincuenta años después los combinó para crear la alucinante atmósfera de Cara a cara (Ansikte mot ansikte, 1975), en la que una mujer (Liv Ullmann), que está visitando a sus abuelos, se queda dormida entre las sombras y el murmullo de la habitación de su infancia. Cara a cara también reproduce uno de los grandes traumas de la infancia de Bergman: el severo castigo que le aplicó su padre –el terrible pastor luterano de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982)– encerrándole en un armario en el que le habían dicho que había un temible animal que le comería los dedos de los pies. No resulta entonces sorprendente que los personajes de las películas de Bergman se vean frecuentemente sometidos a encierros, repentinos estallidos de violencia y torturas semicasuales.
Según el propio Bergman, sus padres eran seres entregados al cumplimiento del deber, su madre llevando la casa para su padre, capellán de
Cundo tenía diez años a Ingmar le regalaron un proyector de juguete, con lo cual creció su fascinación por las imágenes: “este pequeño instrumento cinematográfico fue decisivo para mi. Era algo extraño. Se trataba simplemente de un juguete mecánico que mostraba siempre a los mismos hombres haciendo las mismas cosas. Con frecuencia me he preguntado qué es lo que me maravillaba tanto de él, y porqué el cine me deslumbra exactamente de la misma manera”. (3)
La influencia del dichoso juguete reaparece continuamente en su obra. Por ejemplo en la increíblemente avanzada para su época Prisión (Fangelse, 1949), Birger Malmster y Doris Svedlund encuentran un viejo proyector en el ático y contemplan un trozo de película muda dirigida por el propio Bergman al estilo de Meliès ,y en el que, al igual que ocurría tantas veces en sus comedias, aparece un personaje demoníaco. En Juegos de verano (Sommarlek, 1951), otra pareja contempla durante su breve idilio una película de dibujos animados. En la inquietante y terrorífica El rostro (Ansiktet, 1958), un ilusionista atormentado y un actor a punto de morir contemplan las imágenes proyectadas por una linterna mágica, mezclándose incluso con ellas en un momento determinado. Y en la genial Persona (Person, 1966), que resucita brevemente la película muda de Prisión, se analiza el propio artificio del cine, a través de un proyector, desde los carbones que proporcionan la iluminación hasta las frágiles perforaciones llegando la cinta a romperse en pedazos ante la desesperación del director.
Por Luis Betrán
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