martes, 5 de febrero de 2008

Desmemorias Del Cine: El Peyote Dominguero



Comenzamos aquí un recorrido por la memoria colectiva del cinéfilo, pero una memoria sesgada, vista desde el punto de vista del niño que fuimos, para el que todo era nuevo y a poco nos sorprendíamos. Memorias, seguramente adornadas por el futuro, por lo vivido, por lo que pudo haber sido y no fue.
Perdí mi virgo cinéfilo a muy temprana edad, cuando mi madre, en un acto de auto liberación me abandonaba a las puertas de un viejo cine de barrio, cada Domingo, a las 4 de la tarde, de manera puntual. El ambiente era impresionante, cientos de niños con flequillo a lo Hermida y pantalones cortos, nos movíamos inquietos ante lo que se nos avecinaba. La primera gran sorpresa era descubrir con que película nos sorprendía el establecimiento. Un amarillento cartel nos lo descubría como si de los números de la loto se tratara. Era la época en que Terence Hill y Bud Spencer, Los festivales de Mortadela y Filemos o los caducos Flippers reinaban. Pero antes de entrar, lo primero era o primero. Frente al cine, aparcada en la carretera, nos esperaba un desconchabado carrito donde Julita nos vendía cada semana sus dos productos estrella en realidad los únicos), Chochos (altramuces en otros lares) y chuflas. Una vez armados, íbamos directo a la taquilla donde un ser malencarado nos vendía por 25 pesetas la entrada.
El interior era un autentico museo del recorte, cientos de desgastados posters colgaban de las paredes, como si del Luvre se tratara y siempre de manera ritual hacíamos el recorrido, casi religioso, cartel por cartel, siempre con la esperanza de que hubiera alguno nuevo. Si hacíamos la procesión en compañía siempre nos acompañaba la misma cantinela “la vi, la vi, la vi, no la vi, la vi…”.
El cine de barrio se caracterizaba, principalmente, por su olor. Olor a humedad y cuero viejo, con una mezcla de lejía y desinfectante que, como si de un extraño peyote se tratara, nos enervaba del tal manera que era imposible no jalear los puñetazos o los gags en pantalla. De repente, una campana sonaba en los pasillos. Todos callábamos en suspenso y luego, lentamente las luces se atenuaban y un estruendoso proyector sonaba sobre nuestras cabezas. Pero la proyección y sus peripecias ya son un capítulo aparte…

1 comentario:

Chano Aleman dijo...

Bienvenido Ángel al Blog. Poco a poco iremos creciendo y enriqueciendo el blog, que a fin de cuentas es lo que nos interesa. Un abrazo hermano.